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«Reserve espacios de la casa para la conversación y cultive alguna afición lejos de las pantallas», recetan los expertos para huir de la esclavitud del smartphone. Pero no falta mucho para que los llevemos integrados en el cuerpo
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Ha sustituido al reloj, la cámara de fotos, la radio, el ordenador... y en el camino ha cambiado la forma en que nos relacionamos. Lo usamos al día 221 veces
Un grupo de amigos
consigue cuadrar sus agendas, reunirse para cenar, charlar y ponerse al
día. En mitad de la cena uno de ellos desenfunda su teléfono móvil. No
para atender una llamada importante, simplemente para echar un vistazo a
sus redes sociales o comprobar si ha recibido algún correo electrónico,
y de pronto la conversación se estanca. El gesto es hoy en día muy
habitual, sin embargo esa posibilidad de desconectar de la vida para
conectarse a la red, en cualquier momento o lugar, no existía hace menos
de una década. «Esperamos cada vez más de la tecnología y menos de los
demás», advierte la psicóloga y socióloga de 67 años Sherry Turkle, que
lleva toda su carrera estudiando la relación que mantenemos con los
gadgets. Junto a ella, comienzan a alzarse las primeras voces que
reclaman un código de conducta para evitar que su uso indiscriminado nos
conduzca al aislamiento.
Según la consultora Tecmark, usamos el móvil una media de 221 veces al día. Una cifra impensable si en lugar de la pequeña pantalla táctil que guardamos en el bolsillo siguiéramos usando el ladrillo que Motorola comenzó a comercializar en 1983 para facilitar la comunicación de los ‘yuppies’ cuando salían de viaje de negocios. Aquel cacharro inventado por Martin Cooper y Rudy Krolopp, que costaba 4.000 dólares y pesaba casi un kilo, tiene muy poco que ver con el iPhone 7, aunque al fin y al cabo sea su tatarabuelo.
Lo que hoy seguimos llamando teléfono ha sustituido en realidad a un buen puñado de aparatos que hace no tanto eran de uso común. ¿Quién sigue teniendo un reloj despertador en su mesilla de noche? La alarma del móvil lo ha convertido en una reliquia del pasado. Y lo mismo ha pasado en mayor o menor grado con el reloj de pulsera, la calculadora, la radio, la cámara de fotos, la videoconsola o el ordenador de mesa. Incluso inventos relativamente recientes como el reproductor mp3 o el GPS han quedado obsoletos a los pocos años de vida. El smartphone los integra a todos y se ha convertido en un apéndice irrenunciable. De hecho, el propio Cooper afirma a sus 87 años que en un futuro no lejano los teléfonos estarán integrados en nuestro cuerpo: «Puede que no necesitemos ni hablar, la máquina traducirá nuestros pensamientos». Escalofriante.
Como lo es pensar en cómo ha cambiado nuestra vida desde que los móviles irrumpieron en ella. En un proceso cada vez más acelerado de modernización, el terminal ha ido incorporando prestaciones para «hacernos la vida más fácil», pero en el camino también ha generado un buen puñado de nuevos problemas que, sencillamente, antes no teníamos. A veces con consecuencias dramáticas: las distracciones con el móvil han sustituido ya al alcohol como primera causa de muerte al volante en Estados Unidos. Y un 20% de los atropellos son a peatones que estaban mirando una pantalla, una fauna cada vez más frecuente que ha recibido el nombre de ‘smombies’, o zombies del smartphone.
Los servicios de mensajería y las redes sociales hacen que sea mucho más fácil hablar con nuestros amigos o quedar con ellos. Pero una vez estamos juntos, un clic consigue llevarnos fuera de allí. «Se ha demostrado que si dos personas quedan y hay un teléfono sobre la mesa la charla gira en torno a temas más superficiales y esas dos personas sienten una menor conexión entre sí», afirma Sherry Turkle. «Es en la conversación cara a cara cuando nacen la empatía y la intimidad; pagamos un alto precio si dejamos fuera a esa conversación», advierte.
En las relaciones de pareja, el móvil también puede llevarnos a perder el norte. Las aplicaciones de contactos han multiplicado las posibilidades de encontrar compañía, pero a cambio han reducido el ritual de cortejo a un mero intercambio de mensajes y fotos más o menos subidas de tono. Se puede llegar al primer encuentro sexual sin haberse mirado a los ojos. Incluso la perspectiva de «encontrar algo mejor» en la red alimenta la falta de compromiso y hace que sea más difícil entablar una relación duradera. Si se consigue, el móvil permite cultivar el noviazgo con pequeños detalles, pero también puede ser un peligroso instrumento de control y violencia. Espiar el móvil de tu pareja puede acarrear de una pena de dos años y medio de cárcel, como la que le impuso a un hombre un juzgado de Gerona por un delito de revelación de secretos con agravante de parentesco.
El invento ha conseguido interferir en la que a priori debería ser la más sólida de las relaciones humanas. Una madre puede llamar a su hijo adolescente cuatro veces al día para ver donde está, pero eso no significa que hablen de cosas importantes. Según el barómetro del CIS, un 67,9% de los encuestados cree que el smartphone ha reducido la comunicación entre padres e hijos. Turkle alerta además de la cantidad de niños «que sienten que nunca tienen la plena atención de sus padres, porque apenas comparten momentos sin que los mayores lleven el teléfono».
En el trabajo, lo que nació como un poderoso arma de productividad acaba siendo también una fuente de distracción constante. El especialista en tecnología Nicholas Carr asegura que nos hace «inatentos y superficiales» y que interfiere en nuestra capacidad de concentración de forma recurrente. «Se erige como una señal de que siempre podemos poner la atención en otra cosa», y la mayor parte de las veces, lo consigue.
¿Cómo es posible entonces que nos encadenemos de por vida a semejante instrumento de dominación? «La tecnología es maravillosa», afirma Manuel Armayones, profesor de la Universidad Oberta de Catalunya y autor del libro ‘El efecto smartphone’. «Todo depende lo que uno haga con ella. El sentido común dice que se hace un mal uso del móvil cuando causa problemas a la persona, perjudica su relación de pareja o familiar, su sueño, su trabajo o su rendimiento académico».
Se impone establecer unas normas de conducta que atajen estos problemas. «No digo que debamos dejar a un lado los dispositivos, sino que aprendamos a desarrollar una relación más consciente con ellos, con los demás y con nosotros mismos», dice Sherry Turkle. Armayones habla de unas «normas de etiqueta en el uso de la tecnología» y pone un ejemplo muy gráfico: «Si dos personas quedan para cenar y una se pone a leer un libro, se consideraría de mala educación, pero con el móvil ocurre constantemente». En la misma línea, Nir Eyal también cree conveniente que la sociedad se dote de un código de conducta al respecto, pero «¿quién lo decide?».
Turkle recomienda a las familias «reservar espacios sagrados en la casa, como la cocina o el comedor, y recuperarlos para la conversación». En el trabajo, «dejar el móvil a un lado y dedicar tiempo no sólo a comunicar, sino a pensar y debatir ideas». Para Armayones la receta es sencilla: «Haga amigos, practique deporte, cultive alguna afición fuera de las pantallas».
Algunas cuadrillas ya han comenzado a autoregularse con un juego que los anglosajones llaman ‘phonestack’: «El primero que saque el móvil, paga la ronda».
Según la consultora Tecmark, usamos el móvil una media de 221 veces al día. Una cifra impensable si en lugar de la pequeña pantalla táctil que guardamos en el bolsillo siguiéramos usando el ladrillo que Motorola comenzó a comercializar en 1983 para facilitar la comunicación de los ‘yuppies’ cuando salían de viaje de negocios. Aquel cacharro inventado por Martin Cooper y Rudy Krolopp, que costaba 4.000 dólares y pesaba casi un kilo, tiene muy poco que ver con el iPhone 7, aunque al fin y al cabo sea su tatarabuelo.
Lo que hoy seguimos llamando teléfono ha sustituido en realidad a un buen puñado de aparatos que hace no tanto eran de uso común. ¿Quién sigue teniendo un reloj despertador en su mesilla de noche? La alarma del móvil lo ha convertido en una reliquia del pasado. Y lo mismo ha pasado en mayor o menor grado con el reloj de pulsera, la calculadora, la radio, la cámara de fotos, la videoconsola o el ordenador de mesa. Incluso inventos relativamente recientes como el reproductor mp3 o el GPS han quedado obsoletos a los pocos años de vida. El smartphone los integra a todos y se ha convertido en un apéndice irrenunciable. De hecho, el propio Cooper afirma a sus 87 años que en un futuro no lejano los teléfonos estarán integrados en nuestro cuerpo: «Puede que no necesitemos ni hablar, la máquina traducirá nuestros pensamientos». Escalofriante.
Como lo es pensar en cómo ha cambiado nuestra vida desde que los móviles irrumpieron en ella. En un proceso cada vez más acelerado de modernización, el terminal ha ido incorporando prestaciones para «hacernos la vida más fácil», pero en el camino también ha generado un buen puñado de nuevos problemas que, sencillamente, antes no teníamos. A veces con consecuencias dramáticas: las distracciones con el móvil han sustituido ya al alcohol como primera causa de muerte al volante en Estados Unidos. Y un 20% de los atropellos son a peatones que estaban mirando una pantalla, una fauna cada vez más frecuente que ha recibido el nombre de ‘smombies’, o zombies del smartphone.
Instrumento de control
El teléfono móvil es, para bien o para mal, el invento que ha tenido
un mayor impacto en el ser humano desde el automóvil. Sus beneficios son
indudables: acceso directo a la información, inmediatez en las
comunicaciones, comodidad en un sinfín de quehaceres diarios. «No hay
duda de que la tecnología está cambiando los hábitos sociales y nuestro
cerebro, pero no sabemos qué efectos tendrá a largo plazo», reconoce el
psicólogo Nir Eyal en su libro ‘Enganchados’.Los servicios de mensajería y las redes sociales hacen que sea mucho más fácil hablar con nuestros amigos o quedar con ellos. Pero una vez estamos juntos, un clic consigue llevarnos fuera de allí. «Se ha demostrado que si dos personas quedan y hay un teléfono sobre la mesa la charla gira en torno a temas más superficiales y esas dos personas sienten una menor conexión entre sí», afirma Sherry Turkle. «Es en la conversación cara a cara cuando nacen la empatía y la intimidad; pagamos un alto precio si dejamos fuera a esa conversación», advierte.
En las relaciones de pareja, el móvil también puede llevarnos a perder el norte. Las aplicaciones de contactos han multiplicado las posibilidades de encontrar compañía, pero a cambio han reducido el ritual de cortejo a un mero intercambio de mensajes y fotos más o menos subidas de tono. Se puede llegar al primer encuentro sexual sin haberse mirado a los ojos. Incluso la perspectiva de «encontrar algo mejor» en la red alimenta la falta de compromiso y hace que sea más difícil entablar una relación duradera. Si se consigue, el móvil permite cultivar el noviazgo con pequeños detalles, pero también puede ser un peligroso instrumento de control y violencia. Espiar el móvil de tu pareja puede acarrear de una pena de dos años y medio de cárcel, como la que le impuso a un hombre un juzgado de Gerona por un delito de revelación de secretos con agravante de parentesco.
El invento ha conseguido interferir en la que a priori debería ser la más sólida de las relaciones humanas. Una madre puede llamar a su hijo adolescente cuatro veces al día para ver donde está, pero eso no significa que hablen de cosas importantes. Según el barómetro del CIS, un 67,9% de los encuestados cree que el smartphone ha reducido la comunicación entre padres e hijos. Turkle alerta además de la cantidad de niños «que sienten que nunca tienen la plena atención de sus padres, porque apenas comparten momentos sin que los mayores lleven el teléfono».
Espejo del ego
Nuestro ego tampoco escapa a la influencia del que se ha convertido
también en un pequeño espejo. En la red proyectamos la imagen que los
demás queremos que vean, pero «es más difícil encontrar un yo
auténtico», dice Turkle y puede provocar incluso problemas mentales. Ahí
está el llamado Síndrome FOMO –acrónimo de Fear of Missing Out o miedo a
perderse algo– que ha sido definido como «la sensación de que la vida
de los demás es más interesante». O la ‘nomofobia’, que asalta a quienes
se quedan desconectados –por falta de batería, crédito o cobertura de
red–, y se manifiesta con taquicardias, pensamientos obsesivos, dolor de
cabeza y dolor de estómago. En el trabajo, lo que nació como un poderoso arma de productividad acaba siendo también una fuente de distracción constante. El especialista en tecnología Nicholas Carr asegura que nos hace «inatentos y superficiales» y que interfiere en nuestra capacidad de concentración de forma recurrente. «Se erige como una señal de que siempre podemos poner la atención en otra cosa», y la mayor parte de las veces, lo consigue.
¿Cómo es posible entonces que nos encadenemos de por vida a semejante instrumento de dominación? «La tecnología es maravillosa», afirma Manuel Armayones, profesor de la Universidad Oberta de Catalunya y autor del libro ‘El efecto smartphone’. «Todo depende lo que uno haga con ella. El sentido común dice que se hace un mal uso del móvil cuando causa problemas a la persona, perjudica su relación de pareja o familiar, su sueño, su trabajo o su rendimiento académico».
Se impone establecer unas normas de conducta que atajen estos problemas. «No digo que debamos dejar a un lado los dispositivos, sino que aprendamos a desarrollar una relación más consciente con ellos, con los demás y con nosotros mismos», dice Sherry Turkle. Armayones habla de unas «normas de etiqueta en el uso de la tecnología» y pone un ejemplo muy gráfico: «Si dos personas quedan para cenar y una se pone a leer un libro, se consideraría de mala educación, pero con el móvil ocurre constantemente». En la misma línea, Nir Eyal también cree conveniente que la sociedad se dote de un código de conducta al respecto, pero «¿quién lo decide?».
Turkle recomienda a las familias «reservar espacios sagrados en la casa, como la cocina o el comedor, y recuperarlos para la conversación». En el trabajo, «dejar el móvil a un lado y dedicar tiempo no sólo a comunicar, sino a pensar y debatir ideas». Para Armayones la receta es sencilla: «Haga amigos, practique deporte, cultive alguna afición fuera de las pantallas».
Algunas cuadrillas ya han comenzado a autoregularse con un juego que los anglosajones llaman ‘phonestack’: «El primero que saque el móvil, paga la ronda».
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